Los periodistas somos, por sobre todo, REDACTORES. Obviamente redactamos para el periodismo escrito, pero también para el periodismo radial y para el televisivo (¿qué creen que leen los ojitos dormilones de Jessica Tapia cuando conduce Panorama?).
Nuestros blogs serán los mejores ejemplos de que también redactamos para el periodismo digital.
Y para redactar bien es necesario LEER mucho. Encontrar la lógica de los textos. Debemos llegar a sentir a la lectura como el exígeno vital que nos permite redactar (escribir) y disertar (hablar) con propiedad y solvencia.
Por ello, en GALERAS DIGITAL siempre difundiremos la palabra y el verbo de los grandes escritores. Para esta primera vez hemos escogido el cuento Babilonia revisitada del norteamericano Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), quien es uno de los representantes de la denominada "Generación Perdida", que vivió extremadamente la "vida loca" en el París de finalizada la primera gran guerra.
Las novelas El último magnate y El gran Gatsby de Fitzgerald fueron llevadas al cine con mucho éxito. Muy en especial la segunda de las nombradas. En GALERAS DIGITAL tenemos escenas de dicho filme, protagonizado por Robert Redford y Mia Farrow.
Babilonia Revisitada cuenta el retorno a París (Babilonia) de un escritor norteamericano que en el pasado vivió allí largos años de bohemia y de alcoholismo. En ese París perdió a su esposa y dejó a una hija bajo el cuidado de su cuñada. Charles Wales piensa que está curado y ha regresado por la niña que ahora tiene 9 años. Pero a pesar de que París ya no es el mismo que conoció recae en su alcoholismo, pierde otra vez a su hijita, es derrotado por su sed de volver a vivir con su esposa irremediablemente muerta (a la que ve en sus sueños y delirios), triunfa su cuñada quien evita que él rehaga su vida con su hija. Son los días inmediatos a la quiebra de la Bolsa de Valores de Nueva York (1929).
BABILONIA REVISITADA
(Primera Parte)
Cuento
Francis Scott Fitzgerald
Charlie vuelve a París para recuperar a su su hija, pero antes deberá demostrar que la merece
I
-¿Y dónde está Mr. Campbell? -preguntó Charlie.
-Se fue a Suiza. Mr. Campbell es un hombre muy enfermo, Mr. Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -averiguó Charlie.
-Ha vuelto a Norteamérica, fue a trabajar.
-¿Y dónde está El Pájaro de la Nieve?
-Estuvo aquí la semana pasada. De cualquier manera, su amigo, Mr. Schaeffer, está en París.
Dos nombres familiares de la lista de hace un año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve a Mr. Schaeffer, déle esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no me he establecido en un hotel.
En realidad no lo desilusionó encontrar a París tan desierto. Pero el silencio que reinaba en el bar del Ritz era extraño y portentoso. Ya no era un bar norteamericano; se sintió cortés, y no como si le perteneciera. En eso se había vuelto a Francia. Sintió el silencio desde el momento en que bajó del taxi y vio al portero, antes por lo general hundido en un frenesí de actividad a esa hora, chismorreando con un chasseur junto a la entrada de los criados.
Al pasar por el corredor escuchó una única voz aburrida en el baño de mujeres, otrora clamoroso. Cuando entró en el bar recorrió los seis metros de alfombra verde con la mirada clavada adelante, por antigua costumbre; y luego, con el pie afirmado en la barra, se volvió y examinó el salón, y sólo encontró un par de ojos que aletearon por encima de un periódico, en el rincón. Charlie preguntó por el jefe de mostrador: Paul, quien en los últimos días del alza de los valores de Bolsa iba a trabajar en su propio auto hecho de encargo, aunque desembarcaba de él, con la debida delicadeza, en la esquina más próxima.
Pero Paul estaba ese día en su casa de campo y Alix era quien le proporcionaba las informaciones.
-No, no -dijo Charlie-, en estos días he disminuido el ritmo.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años le daba duro.
-Me mantendré firme -le aseguró Charlie-. Hace ya un año y medio que me mantengo firme.
-¿Cómo está la situación en Norteamérica?
-Hace meses que no voy. Me ocupo de negocios en Praga, represento a un par de empresas de allí. No saben nada de mí.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -preguntó Charlie-. De paso, ¿Qué es de la vida de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz confidencialmente:
-Está en París, pero ya no viene aquí. Paul no se lo permite. Acumuló una cuenta de treinta mil francos, con todo lo que bebía y los almuerzos, durante más de un año. Y cuando Paul le dijo por último que tenía que pagar, le dio un cheque sin fondos.
Alix meneó la cabeza con expresión de tristeza.
-No lo entiendo, tan buen tipo. Ahora está todo hinchado... -Dibujó con las manos una manzana regordeta.
Charlie contempló a un grupo de estridentes maricas que se instalaban en un rincón.
"Nada los afecta -pensó-. Las acciones suben y bajan, la gente holgazanea o trabaja, pero ellos siguen sin parar." El lugar le resultaba opresivo. Pidió los dados y jugó con Alix por la bebida.
-¿Se queda mucho tiempo, Mr. Wales?
-Estaré cuatro o cinco días para ver a mi hijita.
-¡Ahh! ¿Tiene una hijita?
Afuera, los letreros color rojo fuego, azul de gas, verde fantasmal, brillaban, humosos, por entre la lluvia tranquila. La tarde estaba avanzada y las calles en movimiento: los bistros resplandecían. En la esquina del Boulevard des Capucines, tomó un taxi. La Place de la Concorde pasó de largo en rosada majestad; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la repentina cualidad provinciana de la orilla izquierda.
Ordenó al conductor que pasara por la Avenue de l'Opéra, que no le quedaba de paso. Pero quería ver la hora azul extenderse por la magnífica fachada e imaginar que las bocinas de los coches, que tocaban interminablemente los primeros compases de La Plus que Lente, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban cerrando la verja de hierro frente a la librería de Brentano, y la gente ya cenaba detrás del pulcro y pequeño cerco burgués de Duval. Cena de cinco platos, cuatro francos cincuenta, dieciocho centavos de dólar, vino incluido. Por alguna extraña razón, deseó estar allí.
Mientras seguían hacia la Orilla Izquierda y sentía el repentino provincianismo de ésta, pensó: "yo mismo me arruiné en esta ciudad. No me di cuenta, pero los días venían uno tras otro, y de repente pasaron dos años, y todo desapareció, y yo también".
Tenía treinta y cinco años, y buen aspecto. La movilidad irlandesa de su rostro era atemperada por la profunda arruga que tenía entre los ojos. Cuando tocó el timbre de la puerta de su cuñado, en la Rue Palatine, la arruga se ahondó hasta hacer descender las cejas; sintió en el vientre una sensación de calambre. Por detrás de la criada que abrió la puerta se precipitó una chiquilla encantadora, de nueve años, que chilló "¡Papito!" y voló, retorciéndose como un pez, a sus brazos. Le hizo girar la cabeza, tomándola de una oreja, y apoyó la mejilla contra la de él.
-¡Oh, papito, papito, papito, papito, papá, papá, papá!
Lo arrastró hacia el salón, donde esperaba la familia, un chico y una niña de la edad de su hija, su cuñada y el esposo. Saludó a Marion con la voz cuidadosamente dominada para evitar un entusiasmo fingido o un desagrado, pero la respuesta de ella fue de una tibieza más franca, aunque minimizó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo la mirada hacia la niña. Los dos hombres se estrecharon la mano en forma amistosa y Lincoln Peters posó una, durante un instante, en el hombro de Charlie.
La habitación era cálida y cómodamente norteamericana. Los tres chicos se movían en ella con intimidad, pasaban, jugando, por los rectángulos amarillos que comunicaban con los otros cuartos; la alegría de las seis hablaba en los ávidos chasquidos del fuego y en los sonidos de actividad francesa de la cocina. Pero Charlie no se aflojó; tenía el corazón rígidamente sentado en el cuerpo y extraía confianza de su hija, que de vez en cuando se le acercaba, teniendo en brazos la muñeca que él le había llevado.
-Muy bien, de veras -declaró en respuestta a la pregunta de Lincoln-. Los negocios no se mueven mucho allí, en general, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, demasiado bien. El mes que viene haré viajar a mi hermana de Norteamérica, para que me atienda la casa. Mis ingresos del año pasado fueron mayores que cuando tenía dinero. ¿Sabes? Los checos...
Su jactancia tenía un motivo específico, pero al cabo de un momento, al advertir cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Tienes unos hijos magníficos, bien educados, buenos modales...
-Nosotros creemos que Honoria también es una buena chica.
Marion Peters regresó de la cocina. Era una mujer alta, de ojos preocupados, que antaño había sido dueña de un fresco encanto norteamericano. Charlie nunca fue sensible a ese encanto y siempre se sorprendía cuando oía hablar a la gente de lo hermosa que había sido. Desde el comienzo hubo una antipatía instintiva entre ambos.
-Bueno, ¿Cómo encuentras a Honoria? -preguntó ella.
-Espléndida. Me asombró lo mucho que creció en diez meses. Todos los chicos tienen buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos a un médico. ¿Qué te parece estar de vuelta en París?
-Me parece raro ver a tan pocos norteamericanos por aquí.
-A mí me encanta -respondió Marion con vehemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en una tienda sin que se suponga que una es millonaria. Hemos sufrido como todos, pero en general resulta mucho más agradable.
-Pero fue bueno mientras duró -dijo Charlie-. Eramos una especie de realeza casi infalible, estábamos rodeados de una especie de magia. En el bar, esta tarde... -balbuceó al darse cuenta de su eror- no había nadie conocido.
Ella le lanzó una mirada penetrante.
-Creí que ya estabas cansado de los bares.
-Apenas me quedé un minuto. Bebo un trago todas las tardes, y nada más.
-¿Quieres un cocktail antes de la cena? -inquirió Lincoln.
-Sólo bebo un trago por la tarde, y ya lo he bebido.
-Espero que lo cumplas -dijo Marion.
Su desagrado resultaba evidente en la frialdad con que hablaba, pero Charlie sonrió; tenía planes más amplios. La agresividad de Marion le daba una ventaja, y sabía esperar. Quería que iniciaran la discusión de lo que, según sabían, lo había llevado a París.
Durante la cena no pudo decidir si Honoria se parecía más a él o a la madre. Sería una suerte si no combinaba los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Lo recorrió una gran oleada de sentimiento protector. Se le ocurrió que sabía que podía hacer por ella. Creía en el carácter; deseaba retroceder de un salto toda una generación y volver a confiar en el carácter como elemento eternamente valioso. Todo lo demás se desgastaba.
Se despidió poco después de la cena. Sentía curiosidad por ver a París de noche, con ojos más claros y sensatos que los de otros tiempos. Pagó un strapontin en el Casino y contempló a Josephine Baker, que ejecutaba sus arabescos de chocolate.
Una hora más tarde salió y se dirigió caminando hacia Montmartre, Rue Pigalle arriba, hasta la Place Blanche. La lluvia había cesado y algunas personas en trajes de noche bajaban de taxis frente a los cabarets, las cocottes se paseaban solas o en parejas, y se veía muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada por la que salían sonidos de música, y se detuvo, con un sentimiento de familiaridad; era Bricktop, en donde se había desprendido de tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más allá se encontró con otro antiguo lugar de reuniones, y asomó incautamente la cabeza. En el acto una ansiosa orquesta estalló en ruido, un par de bailarines profesionales se pusieron de pie de un salto y un maitre se precipitó hacia él, exclamando: "¡Está por llegar mucha gente, señor!". Pero Charlie se retiró con rapidez.
"Había que estar borracho perdido", pensó.
Zelli estaba cerrado, y los torvos y siniestros hoteles baratos que lo rodeaban se encontraban a oscuras. En la Rue Blanche había más luz y una muchedumbre francesa local, coloquial. La Cueva de los Poetas había desaparecido, pero las dos grandes bocas del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando, e inclusive, mientras miraba, devoraron el magro contenido de un omnibus de turismo: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que lo miraron con ojos asustados.
Eso, es lo que se refería al esfuerzo e ingenio de Montmartre. El negocio del vicio y el derroche se desarrollaba en escala absolutamente infantil, y de pronto reconoció el significado de la palabra "disipar": disiparse en el aire tenue, convertir algo en nada. En las altas horas de la noche, todo traslado de un lugar a otro era un enorme salto humano, un aumento del pago por privilegio de un movimiento cada vez más lento.
Recordó billetes de mil francos entregados a una orquesta para que tocara una sola pieza, billetes de cien francos arrojados a un portero por llamar un taxi.
Pero no había sido dado por nada.
Había sido dado -aun las sumas más locamente dilapidadas- como una ofrenda al destino, para que le permitiera no recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las que ahora recordaría siempre: su hija arrebatada, su esposa fugada a una tumba en Vermont.
Bajo el resplandor de un brasserie, una mujer le habló. Le pagó unos huevos y café, y luego, esquivando su mirada alentadora, le dio un billete de veinte francos y tomó un taxi hasta su hotel.
II
Despertó en un magnífico día de otoño: tiempo de fútbol. La depresión de la víspera había desaparecido, y le gustó la gente en la calle. Al mediodía se encontraba sentado frente a Honoria, en Le Gran Vatel, el único restaurante que se le ocurrió, y que no le recordaba cenas con champagne y prolongados almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en un crepúsculo borroso y vago.
-¿Qué te parece alguna verdura? ¿No debeerías comer verdura?
-Bueno, sí.
-Aquí hay épinards y chou-fleur> y zanahorias y haricots.
-Me gustaría un poco de chou-fleur.< -¿No quieres dos verduras? -Por lo general como una sola durante el almuerzo. El camarero fingía adorar desmesuradamente a los niños. Qu'elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une francaise. -¿Y de postre? ¿Esperamos? El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expresión de expectativa. -¿Qué vamos a hacer? -Primero iremos a esa juguetería de la Rue Daint-Honoré y compraremos lo que quieras. Después, al vodevil del Empire. Ella vaciló. -El vodevil me gusta, pero no lo de la juguetería- ¿Por qué? -Bueno, ya me regalaste esta muñeca. -La llevaba consigo-. Y tengo montones de cosas. Y ya no somos ricos, ¿verdad? -Nunca lo fuimos. Pero hoy puedes tener todo lo que quieras. -Muy bien -aceptó ella, resignada. Cuando estaban la madre y una niñera francesa, él había mostrado tendencia a ser estricto; ahora se daba en mayor medida, buscaba una nueva tolerancia; tenía que ser ambos padres a la vez para su hija y no excluirla de ninguna comunicación. -Quiero conocerte -dijo con gravedad-. Ante todo, permíteme que me presente. Me llamo Charles J. Wales, de Praga. -¡Oh papito! -La voz se le quebró de rissa. -¿Y quién eres tú, por favor? -insistió y ella aceptó el papel inmediatamente: -Honoria Wales, Rue Palatine, París. -¿Casada o soltera? -No, casada no, soltera. El indicó la muñeca. -Pero veo que tienes una hija, madamme... Como no quería desheredarla, se la llevó al corazón y pensó con rapidez: -Sí, estuve casada, pero ya no lo estoy.. Mi esposo ha muerto. -¿Y el nombre de la niña? continuó él. -Simone. Por mi mejor amiga de la escuela. -Me alegro de que te vaya tan bien en la escuela. -Este mes soy la tercera -se jactó la niiña-. Elsie -era su prima- es apenas la decimoctava, y Richard está abajo de todo. -Quieres a Richard y Elsie, ¿no? -Oh, sí. Richard me gusta mucho, y a ella también la quiero. Con cautela, y fingiendo negligencia, él preguntó: -¿Y a tía Marion y tío Lincoln? ¿A cuál de los dos quieres más? -Oh, a tío Lincoln, supongo. Charlie tenía cada vez más conciencia de la presencia de su hija. Cuando entraron los siguió un murmullo de "adorable", y ahora la gente de la mesa vecina dirigía hacia ella todos sus silencios, y la contemplaba como si fuese algo tan poco consciente como una flor. -¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de pronto-. ¿Por qué mamá ha muerto? -Tienes que quedarte aquí y aprender más francés. A papá le habría resultado muy difícil cuidarte tan bien. -En realidad ya no necesito que me cuiden tanto. Lo hago todo yo misma. Al salir del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente: -¡Bueno, el viejo Wales! -Hola, Lorraine... Dunc. Repentinos fantasmas surgidos del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarles, una rubia encantadora y pálida, de treinta años; una de una multitud que los había ayudado a convertir los meses en días, en los pródigos tiempos de hacía tres años. -Mi esposo no pudo venir este año -dijo ella, en respuesta a su pregunta-. Estamos tan pobres como el diablo. De modo que me pasa doscientos por mes; me ha dicho que me las arregle como peor pueda con eso... ¿Es tu hija? -¿Que te parece si entras de vuelta y nos sentamos? -inquirió Duncan. -No puedo. -Le alegró tener un excusa. Como siempre, sintió el atractivo apasionado y provocador de Lorraine, pero su propio ritmo era diferente ahora. -Bueno, ¿Y cenar juntos? -preguntó ella. -No estoy libre. Dame tu dirección y te llamaré. -Charlie, me parece que estás sobrio -dijo ella, con tono de sensatez-. De veras, creo que estás sobrio, Dunc. Pellízcalo, para ver si está sobrio. Charlie indicó a Honoria con la cabeza. Ambos rieron. -¿Cuál es tu dirección? -averiguó Duncan, escéptico. Charlie vaciló, pues no deseaba darles el nombre del hotel. -Todavía no estoy ubicado. Será mejor que te llame yo. Vamos a ver el vodevil del Empire. -¡Magnífico! Eso es lo que quiero hacer -dijo Lorraine-. Necesito ver algunos payasos y acróbatas y malabaristas. Eso es lo que haremos, Dunc -Primero tenemos que hacer una diligencia -replicó Charlie-. Quizá nos veamos allí. -Está bien, orgulloso... Adiós, bonita. -Adiós. Honoria saludó cortésmente con la cabeza. En cierto modo, un encuentro desdichado. Les gustaba porque funcionaba, porque era serio; deseaban verlo porque era más fuerte que ellos ahora, porque querían extraer cierto apoyo de su fuerza. En el Empire, Honoria, orgullosa, se negó a sentarse en el sobretodo plegado de su padre. Era ya un individuo con un código propio, Y Charlie se sintió cada vez más absorbido por el deseo de poner un poco más de sí en ella antes que cristalizara por completo. Era imposible tratar de conocerla en tan poco tiempo. En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine, en el vestíbulo, donde tocaba la orquesta: -¿Vamos a beber? -Bueno, pero no en el bar. Nos sentaremos a una mesa. -El padre perfecto. Mientras escuchaba, distraído, a Lorraine, Charlie vio que la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió, ansioso por el salón, preguntándose qué estaría viendo. Los ojos de ambos se encontraron, y la niña sonrió, -Esa limonada me gustó -dijo. ¿Qué había dicho? ¿Qué esperaba él? Después, al regresar en un taxi, la atrajo hacia sí, hasta que su cabeza reposó en el pecho de él. -Querida, ¿alguna vez piensas en tu madre? -Sí, a veces -respondió Honoria con vaguedad. -No quiero que la olvides. ¿Tienes una foto de ella? -Sí, creo que sí. Por lo menos tía Marion tiene una. Por que no quieres que la olvide? -Te quería mucho. -Yo también. Guardaron silencio durante un momento. -Papito, quiero ir a vivir contigo -dijo ella de pronto. El corazón le saltó a Charlie en el pecho; había deseado que las cosas resultaran así. -¿No eres feliz? -Sí, pero te quiero más que a nadie. Y tú me quieres más que a nadie, ¿no es cierto, ahora que mamá ha muerto? -Por supuesto. Pero no siempre me querrás más que a nadie, tesoro. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un padre. -Sí, es verdad- admitió ella con tranquilidad. El no entró. Regresaría a las nueve, y quería mantenerse fresco y nuevo para lo que debía decir entonces. --Cuando estés segura adentro, asómate por la ventana. -Muy bien. Adiós papá, papá, papá, papá.